Recuerdo el campo lleno de pajitas, duro y polvoriento. Mientras Eugenio montaba el equipo de grabación, miraba los estribos y apenas podía contener mis ganas de subir por ellos.
Recuerdo el calor de la piedra y cómo parecía que mi garganta se secaba con sólo tocarla. Lo más difícil de aquélla visita fue la bajada. Digamos que me cuesta muy poco subir por lugares agrestes y complicados, pero una vez arriba, sabiendo que debo bajar, mis piernas empiezan a temblar “ligeramente”. Recuerdo a Eugenio animándome desde abajo, indicándome los movimientos que debía hacer para ir apoyando mis pies en los estribos.
El sudor de las manos y la respiración agitada me tuvo retenida un rato en la pequeña covacha excavada al final de los estribos. Allí me sentía segura. Cuando por fin me animé a sacar el primer pie para iniciar la bajada, ni el sudor ni la agitación desaparecieron, pero conseguí bajar, poco a poco, despacito y muy concentrada. Es cierto que bajé en la postura más desaconsejada de espaldas a la roca y mirando hacia abajo, así que cuando llegué al suelo pensé que con una visita ya era suficiente para mí.
Me fui con la sensación de que Santa Lucía me había puesto a prueba y aunque me sentía orgullosa de haberla pasado, no sentía ninguna gana de repetirla.

La  Piedra de Santa Lucía es conocida con este nombre porque la tradición del lugar dice que la santa se apareció en el campo del que emerge la roca. Dato muy interesante, sobre todo si recordamos que Santa Lucía se celebraba en fechas del solsticio de invierno y era la protectora de los partos: “Dar a Luz”. A este dato hay que sumar el testimonio que consiguió Eugenio sobre una asistenta que, en los años 50, fue a pasar un tiempo en la roca unos días antes de su boda.
Meses después de esta visita y tras descubrir el papel fundamental de las cazoletas, Eugenio se fue hasta la Piedra de Santa Lucía para comprobar si en la parte superior de la roca, existía alguna de éstas.
Recuerdo que me llamó entusiasmado para contarme que podían localizarse varias cazoletas de diferente tamaño, muy claras y sin posibilidad de confundirlas con huecos debido a la erosión. Registré el dato y desde entonces tenía la tarea pendiente de ir a verlas con mis ojos.
La llamada de Santa Lucía se hizo más insistente cuando la descubrí ligada a una web muy interesante: http://senderosesotericos.wordpress.com/.
En ella se cuenta que en aquél hueco del que no me atrevía a bajar, se mide una frecuencia de 11500 UB y esto la identifica como la Roca de la Meditación.
Y casi dos años después, he vuelto. 
Como el lenguaje poético me gusta mucho, diría que he ido a ver la Piedra de Santa Lucía porque me ha estado llamando insistentemente.
Tras el intento fallido del jueves, el sábado por la tarde tuve la oportunidad de desaparecer durante unas horas para responder a esta llamada.
En esta ocasión fui acompañada de Víctor y  con la Matrix conducida por mí.
Ayer, el campo estaba verde. De ése verde oscuro que vive muy cerca de la tierra. Uno de los objetivos de la visita era comprobar si existía acceso a la Roca, con los campos sin cosechar y recordar cómo llegar, para pensar en incluirla en alguna de las rutas.
Es un acceso agreste, en el que se contacta con la naturaleza, con sus aliagas, piedras, troncos, raíces y ramas….
La parte superior de la roca es estrecha, muy estrecha, casi parece un acto de funambulismo caminar por esa especie de cresta. O así me lo pareció a mí, porque las piernas se me acobardaron enseguida.
Tal vez fue el olvido de la práctica que fui adquiriendo en aquél caluroso verano. A Víctor, en cambio, no le suponía ninguna dificultad ir y venir, subir y bajar….agacharse….
Me costó un gran esfuerzo saciar mi curiosidad por ver y tocar, en lo posible, todas las posibles cazoletas localizadas en la cresta y sus vertientes.
Creo que fueron unas 8 ó 10, de diferente tamaño, diseño y profundidad. Impresionante.
El rato que estuve en la cresta fue raro.
Tuve mi momento “investigadora”, fotografiando todos los huecos de interés, colocando objetos  junto a las cazoletas para tener idea de su tamaño, observando el cielo y el atardecer para intentar adivinar el efecto de la trayectoria solar en la piedra y señalando estribos en varios puntos  que ayudaban en el acceso a la cresta.
Y también tuve mi momento más íntimo, de conexión con el lugar y su energía.
Cuando ya dábamos por finalizada la visita junto a Víctor, fue como si la piedra tirara de mí, como si me dijera…Eh!, que todavía no me has saludado.
Respiré profundamente, cerré los ojos, solté mis músculos para quedarme “blandita” y dejé mi mente en blanco. Después, me senté en la piedra para sentir su calor y también sentí su fuerza que conecta con lo más profundo de la Tierra.
Víctor realizó, a mi modo de entender, una proeza. Subió al hueco con una rapidez  y agilidad sorprendente. Después bajó casi de la misma manera y en la postura adecuada, con la nariz pegada a la piedra, tal y como él mismo dijo. Luego volvió a subir, y no sé cómo, apareció en lo alto de la cresta, accediendo directamente desde  el hueco.
Y yo, pues le miraba desde abajo y desde arriba. Me quedé sin experimentar esa frecuencia de meditación. No volví a subir y bajar por los estribos. ¿Seré cobarde?
Tal vez a la próxima visita me anime.
Alicia Gallán-Elfau. Abril 2013



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